¡Merry Christmas, pobres!
Reflexiones, por Rubén Echagüe. Hay quienes sostienen que la prostitución es la profesión más antigua de la humanidad, pero yo creo que la profesión de pobre la aventaja.
Hay quienes sostienen que la prostitución es la profesión más antigua de la humanidad, pero yo creo que la profesión de pobre la aventaja.
Pobres hubo toda la vida, y esclavos blancos y amarillos y negros, y siervos de la gleba que se vendían junto con el pedazo de tierra que labraban, y obreros explotados en medio del hollín de la era industrial, y villeros y cartoneros y abrepuertas y trapitos y…
Pero en la civilización occidental y cristiana -diría León Ferrari-, se da un fenómeno "anual" (porque ésa es su periodicidad) extremadamente paradójico: junto con el desaforado consumismo que dispara la cercanía de la Navidad, se enciende una cíclica y, por ende, fugaz, sensibilidad ante la situación que atraviesan los pobres.
Es como si -por un ratito, nada más-, los poderosos jugaran el juego expiatorio de compartir una ínfima porción de lo que, tan afanosamente, lograron atesorar, con los que nada tienen…
Y, como esta estrategia de celebrar las festividades exhibiendo algún gesto de liberalidad para con los necesitados se ha venido implementando durante siglos, el resultado final es totalmente previsible, ya que se repitió y se seguirá repitiendo una y mil veces, monótono y sin variantes: el pobre acepta complacido el mendrugo que se le otorga, el rico se pavonea, convencido de su buen corazón y todo eso para que, como se suele decir aforísticamente, tengamos-la-fiesta-en-paz.
En uno de sus mordaces epigramas, el poeta latino Marco Valerio Marcial le reprocha a su amigo Humbro que, mientras se celebraban las Saturnales, le haya enviado como obsequio un montón de baratijas transportadas por "ocho gigantescos esclavos sirios", cuando hubiera sido más cómodo y menos fatigoso "que un solo esclavo me hubiese traído cinco libras de plata".
Aunque, a decir verdad, la pieza literaria que mejor resume -a despecho de su autor, naturalmente-, la ideología de la magnanimidad festiva, asociada de ahora en más al almibarado "espíritu navideño", es ese cuento al que Chesterton tilda afectuosamente de "sueño filantrópico", y que es la "Canción de Navidad" ("A Christmas Carol") escrita por Charles Dickens para la Navidad de 1843. Es que, por más que Chesterton destaque la presunta "atmósfera de buena voluntad" en que flota todo el cuento, uno no puede dejar de advertir que para que el odioso y tacaño señor Scrooge "se vuelva bueno", le regale un enorme pavo navideño a su escribiente Bob, y encima le aumente el sueldo miserable, ha tenido que ver -por medios sobrenaturales- nada menos que su propio cadáver tirado en una cama, comprobando así a qué destino desgraciado lo podían conducir su insensibilidad y su desprecio por el otro.
En el relato victoriano de Dickens hay un avaro que se vuelve generoso, sí, pero sólo para ganarse el beneplácito de sus semejantes, y para que éstos no lo desprecien ni lo abandonen, con lo cual su metamorfosis no es sino una nueva inversión comercial a largo plazo que, llegado el momento, le rendirá las utilidades correspondientes.
Y los jefes de Estado se aprendieron de memoria la lección del viejo Scrooge. El presidente Nicolás Maduro, por ejemplo, no vaciló en hacer dichosos a todos los venezolanos de un plumazo, creando el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo (creo que así se llama), por más que la insólita decisión gubernamental haya provocado la hilaridad de todo el planeta, y supere con holgura los delirios del realismo mágico más osado. En cuanto a nuestro brillante compatriota, el Papa Francisco, no sólo se disfraza y recorre de incógnito las calles -como el Califa Harún-al-Raschid en "Las mil y una noches"-, para poder auxiliar a los pobres sin que lo reconozcan, sino que, además, les repartirá una salutación navideña que incluye una tarjeta para hablar por teléfono, y un boleto para usar el transporte público de Roma sin cargo, que tiene 24 horas de duración…
Aunque nos cueste reconocerlo, no hay que ser demasiado lúcido para darse cuenta de que esta última medida es más útil para que "Pope Francis" sea tapa de la revista "Time", que para mitigar la infelicidad de los pobres.
Lo que ocurre es que, como enseñó Krishnamurti, desde una visión fragmentada del mundo en el que estamos inmersos, desde el conflicto entre ser y deber ser, o desde el mezquino interés individual o corporativo que, inevitablemente, levanta una barrera infranqueable entre yo y el otro, sólo tenemos la posibilidad de prodigar una raquítica parodia (nada convincente, por cierto), de lo que son la auténtica caridad y el amor.
Cito textualmente las palabras del gran maestro espiritual hindú: "El ser realmente moral, virtuoso, es una de las cosas más extraordinarias en la vida, y esa moralidad no tiene absolutamente nada que ver con la conducta social… Para ser realmente virtuoso hay que ser libre, y uno no es libre si sigue la moralidad social de la codicia, la envidia, la competencia, el culto al éxito...". Y una última reflexión de Krishnamurti, que tiene la concisión de un graffiti genial: "La moralidad social es inmoral".